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30 años de Joseph Ratzinger en Roma

Artículo de Gerardo del Pozo | Cortesía de Alfa y Omega

El 25 de noviembre de 2011 se cumplieron 30 años del nombramiento, por Juan Pablo II, del cardenal Ratzinger como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y, nunca mejor dicho, del inicio de su romería.

 Un hecho decisivo, no sólo para su trayectoria personal, sino para la vida de la Iglesia. Fue una nueva llamada en el camino de su vida, pero, sobre todo, el inicio de una colaboración estrecha y fecunda con Juan Pablo II en la conducción de la Iglesia y la aplicación correcta de la renovación eclesial auspiciada por el Vaticano II, y la escuela en la que Dios le preparó antes de llamarle definitivamente al ministerio petrino. Como Pedro y Pablo en los orígenes de la Iglesia, con sus talentos y carismas diversos, Juan Pablo II y Benedicto XVI han sido los guías providenciales en la interpretación y aplicación certera de la renovación conciliar.

 El actual Pontífice colaboró con su predecesor, que, cual nuevo Moisés, condujo a la Iglesia hasta el tercer milenio. Ya como Papa, no cesa de invitar a levantar la mirada Al que vino, vendrá al final de los tiempos y está viniendo en medio de su Iglesia.

Al despedirse en Munich, el cardenal Ratzinger volvió a comentar los símbolos del oso y la concha en su escudo episcopal. El oso -dirá- expresa lo constante, y remite a nuestra patria, al origen de la historia de nuestra fe, a Baviera, de la que él procede y en cuya capital pudo prestar su servicio; la concha era el signo del peregrino medieval, y remite a lo insondable e inagotable del misterio de Dios y, por tanto, al impulso abraamítico que lleva entrañado el ser cristiano, que nos exige trascender siempre, estar siempre en camino como peregrinos hacia la ciudad permanente. Al elegir el escudo, no pudo imaginar que no había llegado aún al término de sus peregrinaciones externas, sino que debía pegar nuevamente a su vestimenta la concha del peregrino y hacerse romero. F.J. Strauss, entonces Ministro Presidente de Baviera, le pidió que, como romero, no se olvidara de Baviera: Etiam Romae, semper civis bavaricus sum (también en Roma soy ciudadano bávaro). Respondió que no iba a Roma como embajador de Baviera, pero prometió hacer presente en la Ciudad Eterna su fe, que había brotado en Baviera y, en este sentido, a la Iglesia que viene de Baviera. Aplicó los símbolos del oso y la concha a todos los hombres: «Todos somos peregrinos de lo eterno, peregrinos de la ciudad futura. Y todos estamos enraizados en lo que primero nos ha formado y ha llegado a ser nuestra patria». Comentó la expresión Colaboradores de la verdad, con la que había expresado la continuidad entre su anterior trabajo teológico y el nuevo ministerio episcopal. Se limita a decir que la unión entre el permanecer del oso y el cambiar de la concha que a todos nos aúna, se proyecta en una unidad superior en la que todos estamos llamados a participar: «Colaboradores de la verdad -ser-con-Jesucristo-, que es el camino de todos nosotros».

El 2 de mayo de 2002, celebró en la catedral de Munich sus Bodas de Plata de su consagración episcopal. En la homilía, dijo estas bellas palabras: «¡Con frecuencia, me viene al pensamiento el pasaje del evangelio de Juan donde el Señor anuncia a Pedro la hora en que otro le ceñirá y le conducirá a donde él no quiere. ¡Cuántas veces en estos 25 años el Señor me ha conducido contra mis deseos e ideas adonde yo propiamente no quería. Pero sabía, y sé, que su conducción es buena, y es bueno dejar caer las propias ideas y dejarse conducir por Él».

No podía imaginar entonces que un día tendría que encarnar estas palabras como sucesor de Pedro. Desde su elección como obispo ha vivido la tensión entre la vocación a la teología, íntimamente sentida, y las tareas eclesiales que se le iban encomendando. Su deseo e idea al final del pontificado de Juan Pablo II era disponer de un tiempo para escribir un libro sobre Jesucristo, que pusiera a disposición de todos los frutos de su largo camino interior de meditación sobre el mismo. Es como si deseara detenerse a contemplar la tierra prometida en toda su extensión como Moisés desde el Monte Nebo (Dt 34). Pero se le ha dado tener una mirada interior y menos consoladora sobre la historia del Pueblo como la de Moisés en Dt 28, 64-65. No merece la pena recordar los hechos que le han llevado a ella.

Sorprendentemente ha podido cumplir su deseo con la publicación de Jesús de Nazaret siendo ya Papa romero. En él presenta a Jesucristo como nuevo y definitivo Moisés que nos introduce en la tierra prometida. El Espíritu Santo no deja de sorprendernos con las figuras de los Papas. En Benedicto XVI nos ha regalado un auténtico romero y servidor de la Verdad, que la sigue, la ama, la estudia y la sabe mostrar como camino de salvación para todos…, desde Roma.